lunes, 1 de febrero de 2010

Viaje a la Ciudad de los Césares


Durante los últimos cuatro siglos, conquistadores españoles, frailes, profesores, marinos, nazis esotéricos, montañistas y ufólogos han buscado la Ciudad de los Césares en un remoto punto de la Patagonia chilena. Fuimos al valle de Vodudahue atraídos por el mito del oro y la inmortalidad. Esto fue lo que encontramos.


Después de muchas horas de viaje en avión, en bus, mortificaciones, oleaje, temporales de terror y dificultades varias, salto por fin de un pequeño barco y pongo pie en el verde valle de Vodudahue al encuentro de Jaime Rehbein, el último porfiado colono que corta por la mitad las inmensas tierras de Tompkins, y le suelto de sopetón:

–¿Ha visto la Ciudad de los Césares?

Me mira como a un trastornado. Pero a su vez, es como si le pusieran play a su no tan viejo (43 años) grabador de recuerdos.

–Ja, ja. ¡Sabía que algo así lo traía por aquí! Nadie viene acá sin una causa.

Es que a Vodudahue, aunque se parece al bello paisaje del film Secretos de la montaña, no llegan turistas. Está apenas a cien kilómetros al sur de Puerto Montt y es uno de los puntos más angostos de Chile: 48 kilómetros desde el mar hasta la frontera, pero es también uno de los más inaccesibles. Para entrar hay que atravesar el fiordo Comau, un angosto canal marítimo con cumbres que caen a pique al mar como iglesias góticas. Nada se puede construir en sus orillas: ni casas, ni caminos. Lo poco que hay cuelga de peñascos. Pinochet soñó alguna vez construir un puente gigante para cruzarlo y dar continuidad a la Carretera Austral, pero fue imposible. Los transbordadores pasan frente a la entrada del canal y los turistas sólo ven el estrecho callejón, amenazante y oscuro. Sesenta kilómetros al fondo, unos cuernos nevados, coronados de nubes, parecen el lugar ideal para un castillo de Drácula. Lo peor es que algunos creen verlo.

Y no se trata precisamente de la casa de Douglas Tompkins, el actual dueño de todo el fiordo. Sino de “algo” indescriptible que desde 1619 hasta ahora ha movido a decenas de expedicionarios, soldados españoles, frailes, jesuitas, profesores, marinos alemanes, nazis esotéricos, ufólogos y místicos tipo Elqui a buscar en ese pequeño y escondido punto de la inmensa Patagonia el viejo mito de la Ciudad de los Césares: la ciudad repleta de oro donde se supone que se establecieron incas prófugos de los españoles que tendrían el secreto de la inmortalidad.

–Lo que me pregunto –dice Rehbein por fin– es ¿por qué justamente acá? ¿En este puntito de toda la Patagonia?

Pensé que él tendría la respuesta. Una docena de crónicas de los conquistadores, la primera de Francisco César, en 1521 –quizás de ahí el nombre–, fue armando el mito de una ciudad oculta en un valle de altura, flanqueado por una triple cascada, al que se llega por una lengua de mar que atraviesa la cordillera. Cien años después creyeron encontrar el lugar en Palena.

En 1619, en busca de la ciudad por orden de la Corona, el capitán español Diego Flores descubrió el fiordo Comau, que casi cruza la cordillera. Y el río Vodudahue, que es navegable catorce kilómetros hacia el interior y llega casi al límite con Argentina. Creyó que era el paso transoceánico del mito. Desde su relato, la búsqueda se centró en el Comau y el Vodudahue.

–Y las tres cascadas también existen acá– continúa Rehbein.

Miden como noventa metros de altura. Las descubrió en su cuarto viaje, en 1785, fray Francisco Menéndez (rector del Seminario Jesuita de Castro, quien murió a manos de los tehuelches buscando la ciudad). Hizo dos cruces con troncos de alerce para indicarlas. Todavía se pueden ver allá arriba. He ido dos veces.

¡Yupi! –pienso–. Ya vamos concretando.

Supuestamente, dicen las crónicas, las cúpulas y los techos de la ciudad serían de oro y plata macizos. Con una gigantesca campana que, de llegar a ser tañida, se escucharía en el mundo entero. Y sobre quienes llegan a encontrar la ciudad cae el olvido de lo vivido: “Aún cuando la ande pisando, ningún viajero la hallará jamás, porque una densa bruma la hace invisible a los ojos extraños” se lee en la Relación sobre el descubrimiento de la Ciudad de los Césares, de Nicolás Mascardi, de 1650, también devuelto finado por los tehuelches de la pampa.

En las 45 noches despejadas que registra Vodudahue como promedio anual, muchos han creído ver luces espectrales. Fenómenos celestes inexplicables. Dicen haber escuchado campanas ensordecedoras. Tambores tribales. O haber vivido situaciones extrañas que cambiaron sus vidas para siempre. Testimonios desde 1600 hasta hoy. ¿Por qué ahí?

–¡No sé...! –dice Rehbein. ¿Pensaba que yo tenía la respuesta?

El último colono

Jaime Rehbein vive todo el año en Vodudahue. Sus 480 hectáreas cortan la entrada a las tierras de Tompkins como una cuña triangular, precisamente ahí donde el valle se interna en las escarpadas montañas. Otros tres parientes de Jaime son dueños de pequeños predios junto al río; su cuñado Oscar Barril, su primo Alejandro y su propio hermano, Luis Rehbein. Vienen por épocas a parcelas junto al río.

El denso río Vodudahue se desenrolla desde las cumbres como una serpiente verde hasta el mar. En su orilla hay pequeñas praderas. A doce kilómetros de allí, en Riñihue, Douglas Tompkins instaló su casa personal, donde vive con Kris McDivitt. A tres mil pesos la hectárea, Tompkins compró las 90 mil de los fundos Vodudahue, Porvenir y La Horqueta, que llegan desde el mar hasta el mismísimo límite con Argentina. Se suman a otras 300 mil hectáreas que cortan en dos la Patagonia. Una mancha de tierra continua, si no fuera por el colono porfiado que se niega a vender.

Se las vendería –dice Jaime Rehbein–. Pero en 2,5 millones de dólares. El multimillonario lo encuentra caro. Pero las 480 hectáreas del colono son claves para Tompkins, porque están justo a la entrada del mágico cajón. Así que están en un tira y afloja de años. Hace dos, Rehbein empezó a ver un helicóptero que se internaba en febrero en la cordillera, día tras día. Pensó : “Oh, no, de nuevo vienen por lo mismo”. Se sentó a esperar, como esos viejos del Oeste en su mecedora, a que llegaran a preguntarle la misma idiotez sobre la Ciudad de los Césares, como hago yo ahora. Pero luego supo de qué se trataba.

–Era el helicóptero del crucero Atmosphere, que lleva multimillonarios a pescar con mosca y a esquiar a los altos del Vodudahue (tierras de Tompkins) por tres mil dólares el día. Un helicóptero rojo.

Rehbein piensa que es gracioso que lleguen los hombres más ricos del mundo –así ha dicho el propietario del buque, Andrés Ergas, que son sus clientes– al lugar donde todos buscan una inmensa fortuna en oro.

–Los césares son ellos– dice Rehbein.

El colono no es un místico, ni un ermitaño. A lo más es un contemplativo que puede pasar horas meditando bajo la colosal pared de granito frente a su casa. Es un agricultor culto, centrado, solitario, informado, que votó por Piñera, aunque no niega los avances de la Concertación.

–Ha visto algo raro. ¿Alguna luz, alguna nave, vestigios, signos..?– le insisto.

–Uh… De nuevo con lo mismo. Salgamos a la terraza, mejor–dice.

La noche está estrellada. En Vodudahue llueve a baldazos 320 días del año, aunque las noches de verano son cálidas y templadas. Casi celebran cuando ven la luna.

–Ewalt Rehbein, mi padre –suelta de pronto Jaime en la oscuridad– me contó que una vez escuchó campanadas al interior del valle, en 1935. También casi lo pica el bichito del mito: con otros alemanes construyó a pala una senda para explorar el interior. Les faltaron doce kilómetros de selva para llegar al límite con Argentina.

Poco tiempo después, en 1947, Miguel Serrano, el escritor y líder nazi, recorrió la zona. Ferviente creyente de la Ciudad de los Césares, relató su búsqueda en el capítulo “Quién me llama en los hielos” del libro Por mar y tierra. Cerca de Vodudahue creyó encontrar vestigios idiomáticos tallados sobre rocas, apenas unas marcas extrañas, que serían de una raza pura originaria de América. Sus delirantes visiones insuflaron nuevos aires a una cantidad de feligreses suyos que han continuado hasta hoy una búsqueda más bien poética.

En 1984, el montañista y primer hombre en cruzar longitudinalmente Campos de Hielo, el francés Marc Roqueferre, atravesó los valles superiores del Vodudahue siguiendo los relatos de los primeros exploradores de la Ciudad. En 1988 Ricardo Astorga realizó dos exploraciones río arriba en busca de alguna energía mística. En los 90, un grupo de diez profesores argentinos estuvo a punto de morir cruzando desde Argentina en busca de algún vestigio. No encontraron nada, pero redescubrieron la triple cascada que vio fray Menéndez. En 1999, Mauricio Purto escaló las montañas y grabó un capítulo sobre la infructuosa búsqueda de la Ciudad de los Césares en su programa Cumbres de Chile. Un grupo neonazi argentino llamado Delphos exploró también el valle andino el año 2000 siguiendo el mito. Sumando los viajes que ha hecho toda una gama de esotéricos, ufólogos y anticristos que no dejaron firma, las exploraciones hacia el misterioso Vodudahue superan la docena. Pero como ocurre siempre con lo inasible, cuando se busca con más empeño, menos se encuentra.

Los viajes de Pablo

Pablo es un apóstol de apellido Oyarzún. Predica el cuidado del medio ambiente, la naturaleza y es un pequeño empresario de áreas verdes en la Décima Región. Hace quince años exploró el Vodudahue a punta de machete hasta la alta montaña en busca de depósitos subterráneos de agua y construyó el primer mapa para Douglas Tompkins, cuando el estadounidense compró las 90 mil hectáreas del valle en 1994.

–¿Tompkins también buscó la Ciudad de los Cesares?

–No estoy seguro. El gringo era tan hermético… Pero Tompkins se obsesionó con el Vodudahue –dice Pablo ahora, que por primera vez habla de su ex patrón– gastó en esas tierras cuatro veces lo que invirtió en los otros fundos: un esfuerzo gigante.

Vodudahue estaba abandonado. La selva había borrado las huellas de los colonos alemanes que explotaron la madera a comienzos del siglo XX.

Oyarzún llegó con 25 años en el verano de 1993-94, recién salido de la escuela agrícola Adolfo Matthei, de Osorno, a aplicar la ecología profunda de Mr Douglas con un ejército de treinta trabajadores, dos barcazas, motosierras y bulldozers, aplanadoras y retroexcavadoras, para abrir sendas y praderas hacia el interior del río Vodudahue. Despejó a fuerza bruta el bosque nativo e hizo lo que hoy son praderas como de campo de golf donde el empresario tiene sus casas privadas.

Oyarzún, un tipo escéptico y racional, confiesa que recibió la orden de Tompkins de explorar el interior de las montañas bajo un extraño contrato: “Todo hallazgo mineral, arqueológico o de algún otro tipo, sería propiedad del mandante de la expedición”.

Entre 1994 y 1997 hizo tres viajes de semanas, brújula en mano, hacia los valles cordilleranos. Junto a Carabineros de frontera; con Jaime Rehbein y también solo, acompañado únicamente de Mota, su perro. “Era joven e inocente, estaba en mi elemento, así que no me pregunté mayormente por qué el empeño del gringo en explorar el Vodudahue tan a fondo. En puro comprar las primeras fotos satelitales se gastó una millonada”. Una noche de exploración, en medio de los inmensos picos nevados, ocurrió.

El cielo estaba claro, pero nublado. El perro se escondió horrorizado. En la montaña de enfrente, a tres kilómetros de distancia, de pronto…

Su mujer, Carolina Gallardo, lo para en seco:

–¡No sigas! No le cuentes a nadie.

Qué diablos.

–Vi un gigantesco tubo que se elevó hasta las nubes y desapareció.
Una cosa rarísima, bien podría ser una nave, no sé.

Tiempo después sucedieron una seguidilla de cosas extrañas que no quiere detallar. Vio luces en el cielo, oyó ruidos. Tras una noche de pesadilla, aunque él y su mujer eran una pareja diagnosticadamente infértil, concibieron en Vodudahue al primero
de tres hijos.

–Era tanta nuestra alegría que hicimos una cena para anunciarle a Doug y Kris que Carolina estaba embarazada. Pero a Tompkins se le descompuso la cara. Me dijo: “¡Me has traicionado! ¡Tenía otros planes para ti!”. Estaba como loco. Kris trataba de calmarlo. Nunca supe qué le pasó, ni qué planes tenía.

¿Me despidió por tener un hijo? ¿Iba contra su filosofía de la sobrepoblación mundial? Nunca lo supe. Como sea, Joaquín –su hijo–, fue lo mejor y lo único que nos trajimos de Vodudahue.

–Sólo de vez en cuando recuerdo esa etapa y me miro en el espejo –dice Pablo– para ver si tengo alguna cicatriz de abducido o algo por el estilo. Ja, ja.

–Y Joaquín, ¿tiene algo especial?

–Claro, un talento genial para la pelota. ¡De otro planeta!

El encuentro con el piloto

Buscando historias sobre el Vodudahue, antes de partir al valle, seguí muchas pistas falsas hasta dar con una persona en Puerto Montt. Un constructor civil y piloto amateur de 58 años. Lo guié hasta un café y le solté a bocajarro que sabía lo que había
visto en Vodudahue. Palideció.

En enero del año 86 practicaba vuelo sobre la zona de los fiordos con dos amigos. En un momento, los instrumentos de la avioneta enloquecieron.

–¡Hasta el reloj de la bencina!

Durante un minuto. Miramos hacia abajo y vimos una enorme construcción cúbica que resplandecía en un altiplano y se fundía con la nieve. Dieron varias vueltas e identificaron las coordenadas en un mapa. En febrero, con mejor clima, volvieron por tierra.

–Fue un viaje penoso. Cerros escarpados. Verticales. Nos abrimos paso con machete. En tres días estábamos muy cerca de las coordenadas.

Al hombre se le quebró la voz.

–Vimos una enorme construcción. Gigante. Del tamaño de varias canchas de fútbol. Nada conocido. Cúbica. Lisa. De pronto, el cerro donde estaba se abrió y la construcción desapareció. Dijo que casi fueron tragados en un sismo junto a la mole y que los tres salvaron su vida de milagro. Pero algo más les ocurrió.

Algo que lo atraganta; no pudo continuar.

–Nos juramos que nunca contaríamos lo que nos pasó. Sólo eso puedo decir.

–¿Algo malo?

–No, no. Algo muy raro, demasiado para ser contado.

Le mostré un mapa pero no quiso verlo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Y eso que la cuenta la pagué yo. Nos despedimos y se perdió en Puerto Montt. En Vodudahue le cuento estos testimonios a Jaime Rehbein a ver si le exprimo algo más.

–He oído cosas parecidas –me dice–. Una vez a mi hermano y a mí nos siguió desde el cielo una luz en el camino, por el valle, sólo eso. He estado años acá y nunca he visto algo extraño. Acá
abajo (en el valle), nunca.

De regreso a la civilización, acodado en la borda del barquito como un viejo marino, siento el bamboleo del mar como una mano que se despide de un viaje pésimo. No encontré nada. No vi nada. Me duermo viendo alejarse los colosales muros escarpados. Más tarde suena la sirena y despierto con un intenso presentimiento: volveré.

Por Robero Farias.

Fuente: Revisa Paula. 23 de Diciembre de 2009.